Largas distancias recorriendo surcos,
largas distancias que jamás se acaban.
Esta es la tierra que mi abuelo amaba
y estos los surcos que sus pies pisaban.
Van sus caminos hacia el infinito,
con sus laderas cubiertas de pinos.
Sus sendas van hacia aquel infinito
donde el Señor repartió el pan y el vino.
Todo el ganado adormecido ya,
quietecito queda debajo del roble,
esperando el alba con gran ansiedad,
para que su leche alimente a los pobres.
Sol de la mañana, tú alumbras pequeños
y humildes ranchitos que en el campo afloran.
Tus rayos parecen oro sobre el alba,
fuego por la tarde y en la noche cobre.
Vientos de los campos, libre es tu silbido
y en las mañanitas de fresco rocío,
haces que el cachorro, como el pajarillo,
se quede en su nido.
El campo, las rosas, mis seres queridos.
¿Quién ha de saber que esto es merecido,
fruto de la tierra y aroma de hierbas?
Es que un naranjal y un gran limonero,
ya de hermosas flores cubiertos están
como las espuelas de los caballeros.
La vida en el campo es una sonrisa
que emana de labios
de la persona más feliz del mundo,
sabes llevarla tú, amigo mío,
para nunca jamás caer en lo rofundo.
Ana María zacagnino
(En la voz de la Autora)
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